lunes, 11 de junio de 2007

Destinos Peores Que la Muerte: BlackOut! (7)

Aston se levantó con la cabeza gacha del banco y se dirigió al vagón de tren sin levantarla. Entró dentro prácticamente sin mirar más que al suelo, se agarró a una barra al otro lado y miró al andén, allí los Skin Borgs empezaban a subir las escaleras gritando y haciendo aspavientos a los allí presentes.

Un golpe sordo hizo que mirara al fondo del vagón, por donde lo estaban abandonando los últimos pandilleros. Habían dejado sobre el suelo un cuerpo ensangrentado, un chico joven de edad indefinida, este tenía el pelo teñido de un furioso rojo y la piel tintada de gris y por sus ropas y aspecto general un Hummingbird. Antes de que el metro emprendiese un nuevo viaje, y ante el persistente aviso sonoro, los últimos pandilleros que vigilaban el laxo cuerpo saltaron fuera del vagón con pequeños gritos de victoria. Una voz femenina indicó que le próxima parada se situaba en el Upper West Side.

El impulso de arrancada obligó a Aston a sentarse. No es que hubiera visto mucha sangre a lo largo de la vida, había visto mucha en mundos de RV de acción, en películas o en noticias, pero no era sangre “real”, la distancia, el alejamiento o la conciencia de que todo se trata de una ficción ayuda mucho a desligarse de que la sangre representa, y es básicamente, vida. Y ahí, a unos cuantos metros tenía a una persona ensangrentada.

La sangre, al contrario de lo que la gente piensa no es de un vivo color rojo, es oscura, viscosa, y cuando se comienza a secar o coagular se vuelve de un color marrón terroso muy oscuro, llegando incluso al morado. Pero incluso eso no era lo que realmente desasosegaba a Aston. La sangre es sangre al fin y al cabo, el chico podría haber estado muerto y tendido sobre un charco de sangre, pero impactaría menos en las mentes de las personas. En el núcleo más primitivo del cerebro, la parte animal común que todos compartimos, la idea de un muerto o un cadáver no produce ni de lejos tanto estrés como la de un moribundo. Los sollozos del chaval le llegaban entre estertores y escupitajos de sangre, a veces parecía llorar, otras maldecir su suerte, otras eran sonidos inarticulados, gemidos de dolor de alguien que intenta mover una articulación dislocada o una rodilla rota.

Aston no levantaba la vista de entre sus pies, no quería mirar al chaval, pero le oía perfectamente. Oía sus casi inaudibles peticiones de ayuda, como llamaba a su madre entre susurros de labios partidos y ensangrentados, el sonido de sus miembros movidos a duras penas empapados en la sangre que salpicaba el vagón.

Le dolía la cabeza, la adrenalina le corría por las venas del cuello, lo notaba tenso y sudoroso, las sienes palpitantes y la imperiosa necesidad de ayudar al prójimo o huir de allí.

Se quedo donde estaba.

Había más gente en el vagón, miró de soslayo, un afro americano viejo en una esquina y un obrero con un mono naranja industrial ya entrado en años frente a él. Puede que alguno de ellos pudiera hacer algo por el chico. Seguramente podrían hacer algo.

Vamos haced algo joder.- Pensó Aston- Ese chico está sufriendo ¿No lo veis? Yo no puedo hacer nada ¿Qué queréis que haga? No es mi problema, se ha metido donde no le llamaban, eso le pasa por meterse en una banda, pero no es más que un chaval joder. ¿No pensáis hacer nada? Yo no soy nadie para hacer nada, no se de medicina, no de estas cosas por lo menos, no me he roto nada en la vida, además antes me caí viniendo para acá y me duelen mucho las rodillas… No es justo que tenga que ser yo quien me tenga que hacer cargo de él. No es justo. ¡Haced algo!

-Menuda perra vida… esto no es vida, no señor. ¿Oh, dulce señor, porqué tanto odio?

El hombre con el mono de trabajo sentenciaba y rezaba por lo bajo. Era un hombre robusto, enorme, de frente ancha con el pelo cobrizo ensortijado y largo. El bigote se movía conjunto con los gruesos labios.

Aston volvió a bajar la cabeza, los sollozos del joven con la vida arruinada le alteraban, pero los rezos del hombre del mono le enfurecían. Aston comenzó a pensar en reprocharle su hipocresía y encomiarle a que ayudara al chaval, pero ¿Y si le decía que lo hiciera él? ¿Qué podría responder? Nada. No había excusa para no ayudar al chaval, solo miedo. El miedo le atenazaba donde estaba. Reconocerlo le hizo sentirse peor todavía, no era una excusa, para nadie es una excusa. Pero el irracional miedo hacía que no soltase los barrotes del vagón, que no levantara la cabeza, que no pidiera ayuda.

- Menuda mierda de vida.- Susurró para si.

El anciano negro empezó a andar hacia el chico, pasó por delante de Aston y el hombre del mono. Se quedó mirándolo desde arriba mientras se protegía el balance y los acelerones sujetado a las barras verticales.

-Chico. Esto ocurría antes. Ocurre ahora y seguirá ocurriendo mucho después de que nos hayamos ido de este mundo. Estas en estado de shock, pero podría ser peor. Te puedes mover, te tiemblan las piernas, eres capaz de articular frases completas. Esos tipos te han pegado muy duro, de veras, he dado y recibido muchas palizas en mi vida, y tienes mucha suerte.- El joven tosió algo de sangre al suelo mientras intentaba incorporarse a un asiento.- Vale, tal vez no puedas volver a bailar. Tal vez no puedas volver a correr como una gacela. ¡Pero eh chico!- Este levantó la cabeza para mirar al viejo hombe, tenía la cara llena de moretones y los ojos hinchados.- ¡Por lo menos no te han partido el coco!

El joven Hummingbird levantó más la cabeza y se dibujó una sonrisa en su rostro desfigurado.

-En un par de estaciones estaremos junto al Hospital Central, no es el mejor sitio del mundo pero te podrán ayudar algo ¿De acuerdo?

El chico asintió y se calmó un poco. El viejo, serio y de aspecto preocupado se sentó junto a él y le ayudó a incorporarse. Se bajaron juntos en la estación de la Avenida de las Américas con la 23rd. Unas prostitutas y algunos vagabundos les sustituyeron. Aston no echó mucha cuenta a quien entraba o salía en cada estación. Hasta que no llegó a la estación de la 3ª Avenida con East 8th, hasta que no se levantó para salir del vagón, hasta entonces no levantó la cabeza.

Dejó atrás el vagón. La sangre. La tensión. Pero se llevó consigo la vergüenza.

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